Normalmente, cuando me decido hacer fotos por la noche es en los contados viajes que hago. No me gusta marcharme del lugar que visito sin llevarme alguna imagen nocturna. La verdad es que debería preparar el trípode y las cámaras y salir pertrechado a sacar lo mejor de la ciudad, como mandan los cánones del buen fotógrafo, pero eso no suele ser así: por precaución saco la cámara compacta o la réflex sin mucho aparato y procuro ser lo más discreto posible en mis paseos en vela.
Pero la realidad es que de discreto nada. Una vez que entro en el "trance" de haber encontrado la imagen que me gusta y su encuadre maldigo la hora en que decidí no sacar el trípode y allí estoy posando la cámara en las barandillas, encima de los coches o incluso alguna bici, con el máximo cuidado para no rayar el cuerpo del objetivo o la cámara, todo ello con la correa al cuello no vaya a ser que en una de esas se me escape y más que rallarse se estampe todo contra el suelo o, imaginando la peor pesadilla, acabe en el fondo del Moldava...
o del Amstel...
Dicen que la solución a esto es llevarse una bean bag o en versión española una bolsa de garbanzos (sin coña) como soporte adaptable a la superficie donde sitúas la cámara, pero, ¿realmente voy a acomodar un hueco en mi estilosa mochila Crumpler para los garbanzos? y, rizando el rizo, ¿le sentarán mejor a mi 50D los pedrosillanos o los de Fuentesauco?
Lo cierto es que disfruto como un enano probando diafragmas y tiempos de exposición, llenando la tarjeta de memoria con intentos a cascoporro para que al final salga "esa" foto que pondré como fondo de escritorio de Windows y que seguramente encontraría bastante mejorada en la tienda de souvenirs de al lado del hotel; esa foto que un profesional hizo perfectamente pertrechado con su trípode, su cámara de tres mil pavos y su disparador remoto. Qué le vamos a hacer: afotar me gusta, aunque salgan truños movidos porque la cámara resbala sobre el sillín de la bici que debería ser un trípode...
Y es que por la noche hay muchas cosas dignas de afotar.
Pero la realidad es que de discreto nada. Una vez que entro en el "trance" de haber encontrado la imagen que me gusta y su encuadre maldigo la hora en que decidí no sacar el trípode y allí estoy posando la cámara en las barandillas, encima de los coches o incluso alguna bici, con el máximo cuidado para no rayar el cuerpo del objetivo o la cámara, todo ello con la correa al cuello no vaya a ser que en una de esas se me escape y más que rallarse se estampe todo contra el suelo o, imaginando la peor pesadilla, acabe en el fondo del Moldava...
o del Amstel...
Dicen que la solución a esto es llevarse una bean bag o en versión española una bolsa de garbanzos (sin coña) como soporte adaptable a la superficie donde sitúas la cámara, pero, ¿realmente voy a acomodar un hueco en mi estilosa mochila Crumpler para los garbanzos? y, rizando el rizo, ¿le sentarán mejor a mi 50D los pedrosillanos o los de Fuentesauco?
Lo cierto es que disfruto como un enano probando diafragmas y tiempos de exposición, llenando la tarjeta de memoria con intentos a cascoporro para que al final salga "esa" foto que pondré como fondo de escritorio de Windows y que seguramente encontraría bastante mejorada en la tienda de souvenirs de al lado del hotel; esa foto que un profesional hizo perfectamente pertrechado con su trípode, su cámara de tres mil pavos y su disparador remoto. Qué le vamos a hacer: afotar me gusta, aunque salgan truños movidos porque la cámara resbala sobre el sillín de la bici que debería ser un trípode...
... o tenga que soportar un chaparrón para hacer una toma del ayuntamiento de Viena...
El caso es que al final en alguna de esas fotos encuentras sorpresas agradables, como una explosión de color sobre el agua gracias al ambiente nocturno de Amsterdam y que te llevas como la imagen que la define...
Y es que por la noche hay muchas cosas dignas de afotar.
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